La crisis ha ido ampliando su ámbito de influencia: la
inicial crisis financiera (en España singularizada en las cajas de ahorro) pasó
a ser económica (afectando durísimamente a las empresas y al empleo) y, ahora,
es también social (desilusión, cuando no desesperación; pobreza, cuando no
hambre, se han extendido hasta límites que parecían inverosímiles, y quizás no
hayamos tocado fondo aún) e institucional (con unos dirigentes políticos que no
son percibidos como parte de la solución, sino del problema): es una crisis
total, nada ni nadie está a salvo (hasta la función pública y quienes la
desempeñamos). Las repetidas manifestaciones de estos últimos días, las
sublevaciones institucionales y el abierto desafío independentista catalán (al
que pronto se unirá el vasco, que siempre ha estado ahí latente) son buena
prueba de ello. Al perro flaco todo se le vuelven pulgas, como dice el
refranero (ojalá no nos azote ahora una pertinaz sequía). En términos estratégicos,
es una regla elemental: cuando el adversario está débil y con muchos frentes
abiertos, hay que aprovechar la coyuntura para atacar y sacar tajada.
Este es, básicamente, el diagnóstico: sombrío, porque una
sociedad que no ve un futuro con posibilidades puede caer en una deriva muy
peligrosa. Una situación, en suma, muy compleja, que requiere de una capacidad de
gobierno extraordinaria y de apoyos para gestionar el cambio en un escenario en
el que a nuestro actual sistema político-institucional las costuras le saltan
por todas partes. Y si éste no funciona no podremos tener una economía sana que
ofrezca esas oportunidades que necesitamos.
Pero del diagnóstico hemos de pasar a la acción. La
parálisis resultado del pesimismo y la melancolía no conducen a nada. Como
tampoco el optimismo antropológico de charlatanes que tratan de vendernos
(porque nos gusta oírlo) que, pese a todo, las cosas tienen color de rosa. El
realismo, con sus claroscuros, es la
base de una acción bien orientada, a nivel colectivo (de los poderes públicos) y
a nivel individual (en el quehacer y la elección de cada uno de nosotros).
En esa acción hemos de rescatar el arte de gobernar, que no
de la guerra, como tituló Sun Tzu hacia el año 500 antes de Cristo. Es el tiempo
de los equilibrios y de transitar desde un pensamiento disyuntivo (que separa)
a un pensamiento complejo (que compatibiliza). Por ejemplo, la cuestión no es
austeridad en las cuentas públicas o crecimiento económico: necesitamos de
ambos pilares para que la casa se mantenga en pie, eliminando los excesos y lo improductivo a la par que facilitando la actividad empresarial.
Por un lado, debemos no confundir los medios con los fines:
a través de una mejora en la dotación tecnológica y en la gestión podemos hacer
compatible la calidad en la prestación de servicios públicos con mayores cotas
de productividad y eficiencia (que se lo digan sino a la administración de
justicia, en comparación con la administración tributaria); o con una
reingeniería de los procesos administrativos que elimine las duplicidades entre
administraciones (véanse sino las disfunciones que generan el solapamiento
entre los servicios de empleo estatal y autonómico). Son, pues, dos tipos de
problemas los que han de ser abordados: los de gestión y los de estructura del
Estado, con voluntad política y abandono de disputas estériles; con luz larga,
no sólo con la luz corta que llega a las próximas elecciones.
Y por otro, tener claras las prioridades, explicando cuál es
el modelo de Estado que queremos o el modelo económico al que aspiramos. No es cuestión
de ocurrencias, por más que éstas sean frecuentes, sino de saber escuchar a la
ciudadanía, tener un plan y aplicarlo con coherencia, sin ocultar que tenemos
condicionamientos que nos vienen de fuera y que son tiempos que nos exigen cintura
(flexibilidad).
Sólo así los dirigentes políticos podrán empezar a revertir
la situación actual. Lo contrario es enormemente amenazador, y asusta. La
política bien entendida es muy importante. Y ahí incluyo su recuperación como
servicio a la comunidad (necesariamente temporal), no como profesión; y para
ello debe limitarse el periodo en que se ocupan cargos públicos. Tras ese
tiempo (digamos ocho años), vuelta al trabajo que cada uno tenía, lo que no
impide seguir militando y participando activamente en la vida de cada formación
política.
Como decía Sun Tzu, los buenos gobernantes son aquellos que
tienen conocimiento, sinceridad, benevolencia, coraje y firmeza. Tomemos nota.
Aquí me despido.
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Publicado en Huelva Información, 4-10-12, p. 6.
La desprofesionalización de la política es un artículo de primera necesidad, que muchos llevamos denunciando ante un café, en los medios (que se atreven a transmitirlo) y donde nos atrevemos (asumiendo a veces el riesgo del etiquetaje por parte de esta nueva casta social, que todo lo ha podido).
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