Salvo excepciones, la generalidad de empresas del sector turístico (como en otros sectores) declara que compite sobre la base del valor que trasladan a sus clientes, huyendo de la competencia en precios. Así quedó reflejado en el reciente Foro de Hosteltur.
Cierto es que la guerra de precios es una estrategia peligrosa que, caso de arrastrar al conjunto del sector, puede derivar en una espiral de merma de rentabilidad para todos: la reducción de precios es una acción fácilmente replicable. Los que deciden seguirla, supuestamente porque han logrado dotarse de una estructura de costes sensiblemente más eficiente (aunque podría haber otras razones, que importa mucho conocer a la hora de articular una estrategia de respuesta, ya que es difícil sostener durante mucho tiempo la presión no del coste bajo, sino del coste más bajo) son los conocidos como “malos” competidores, de ahí que tienda a enmascararse.
Sea como fuere, y sin perjuicio de que los costes serán siempre una variable estratégica a la que prestar la mayor de las atenciones, mi impresión fue que no siempre hablamos el mismo lenguaje cuando mezclamos los términos precio y valor.
Si asumimos que el valor puede ser medido a través de la cantidad (precio) que el cliente está dispuesto a pagar, la primera gran pregunta es por qué alguien estará dispuesto a pagar más (un precio más alto) por aquello que le ofrecemos. La respuesta es poliédrica, pero desde luego dependerá de la comparabilidad de las alternativas y del tipo de cliente al que nos dirijamos, de cómo nos relacionemos con él y de aquello que le ofrezcamos: lo que los anglosajones denominan “Value for Money”.
Por tanto, para dilucidar esta cuestión lo primero es segmentar adecuadamente el mercado turístico, cada vez más heterogéneo: a partir de ahí podremos empezar a discernir, en función del perfil de nuestro target o targets (su perfil socio-económico, su motivación principal, el ocio-tipo en el que cabe ser encuadrado, etc.) la oferta (experiencias en lugar de productos) que mejor se pueda ajustar al mismo, lo que estará dispuesto a pagar (el valor que para él tiene nuestra oferta) y si ese precio resulta remunerador en función de nuestros costes como empresa, desde una lógica outside-inside.
Con todo, hemos de tener en cuenta que una misma persona puede responder a distintos “moldes” de comportamiento del consumidor en circunstancias diferentes y que la tendencia es hacia los paquetes dinámicos, es decir, co-creados con el cliente.
Y como ese cliente (más y más experimentado) cada vez en mayor medida busca ser sorprendido, la innovación permanente e incluso la reinvención del modelo de negocio resultan esenciales en la actualidad para generar un valor con un margen y volumen remuneradores, en conjunto. Esto tiene mucho que ver con el aprovechamiento que las nuevas soluciones tecnológicas nos ofrecen, pero no olvidemos que las tecnologías por si mismas no generan ventajas competitivas sostenibles (en el tiempo), sino la combinación de recursos tecnológicos y no tecnológicos (humanos y de gestión). Es la llamada paradoja de la tecnología, trampa en la que es fácil caer por la fascinación que despiertan.
Otra cuestión clave es si el mercado es el que cambia per se o son las empresas, con sus estrategias y desarrollos tecnológicos, las que hacen cambiar al cliente. Me inclino a pensar que son los dos factores al unísono: somos productores y producto a la vez, acogiéndonos al concepto de autopoiesis propuesto por Maturana y Varela, característica nuclear de los sistemas complejos. Y la industria turística es un sistema cada vez más complejo y, por tanto, difícil de gestionar, pues es imposible aislarnos de esa creciente complejidad. Siendo así, lo inteligente es aprovecharla, pero esto es harina de otro costal.
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Publicado en Hosteltur, 20-05-15. Designado como post destacado el 26-05-15.
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