La Real Academia
Española define fobia como la “aversión exagerada a alguien o a algo”. El
turismo, por más que se visualice como una industria sin chimeneas, tiene sus
externalidades negativas, que es preciso conocer para poder regularlas y
minimizarlas, pero no por ello el turismo, sin más, debe ser estigmatizado: no podemos pasar por alto que todos, en mayor o menor medida, ejercemos como turistas. Hemos
de aquilatar bien, por tanto, a qué tipo de turismo se dirige esa fobia.
Su poderosa
dimensión económica ha gozado siempre del protagonismo del discurso oficial: se
trata de una industria importantísima en lo que a generación de empleo y renta
se refiere, y además en crecimiento; no merece la pena cansar con cifras
recurrentes. Más tarde empezaron a colocarse los focos de la opinión publicada en
sus impactos ambientales, y estos asuntos empezaron a tomarse más en serio. Ahora,
este verano, los problemas sociales vinculados al turismo han estallado con
toda su virulencia, de forma que ya ningún responsable (público o privado)
puede hacer oídos sordos a los mismos, ni tan siquiera dejarlos en un segundo
plano o restarles trascendencia, como ha ocurrido hasta este momento. Ha
llegado la hora de, también, tomarlos más en serio. El primer paso para
resolver un problema es reconocerlo, y esta es la parte positiva de todo el
culebrón mediático generado cuan “serpiente” estival.
Diría que nunca
se habló tanto del turismo como en estos
meses, pese a no ser una problemática nueva en cuanto a su existencia. De hecho,
este estallido social en algunos destinos se ha ido larvando durante años,
fruto del éxito de los mismos (tal y como el éxito -erróneamente- ha venido entendiéndose,
tan sólo en términos cuantitativos, en una carrera ciega por batir cada
ejercicio récords de viajeros y pernoctaciones) y de un determinado modelo de
desarrollo turístico que lo ha propiciado (primando la cantidad y la concentración
sobre la calidad y la desconcentración) y en el que la población residente ha
venido siendo el eslabón perdido. Ahora esos residentes expresan su rechazo a
determinados excesos y reclaman sus derechos, lo cual significa ser tenidos en
cuenta en la toma de decisiones. Por más obvio que resulte, no debería
olvidarse que son quienes, a la postre, votan en esos lugares y eligen a sus
gobernantes.
Una vez que el
conflicto ha saltado a la luz de forma tan llamativa, es importante, llegados a
este punto de ebullición, no perder el
foco de la raíz del problema.
-El problema no
está en el turista, salvo en casos de comportamientos incívicos (sobre los que
volveré más adelante). No es justo ni inteligente focalizar ahí la acción
reivindicativa de cambios.
-El problema
tampoco está en los modelos “low cost”. Gracias a ellos más personas pueden
permitirse viajar, y viajar más veces, y ello es una conquista social. Además,
parte del crecimiento del sector está ahí, y responde a una sociedad cada vez más dual. El turismo como actividad
exclusivamente elitista es parte del pasado.
-El enemigo no
está en las nuevas tecnologías que posibilitan nuevos modelos de negocios como
las plataformas que están en el ojo del huracán y que conectan consumidores con
determinados proveedores de servicios (de alojamiento, transporte, etc.). No tiene sentido poner puertas al campo ni negar que la realidad de los hechos irá por delante, pero ello no es óbice para que la actividad de estos nuevos operadores se regule convenientemente, es decir, de forma equilibrada y pensando en el interés general.
-Tampoco en el
crecimiento per se, sino en el tipo de crecimiento (tipo de turista, época del
año…) y en la gestión que se hace del mismo y de la consiguiente capacidad de
asimilarlo.
El problema está
en:
-La masificación, lo que exige cambiar de patrón y de manera de medir el éxito, de forma que ambos (modelo y métrica) primen la calidad de vida de quienes, de forma permanente o temporal, residen en un determinado núcleo de población. Un modelo que establezca capacidades de carga y ponga las bases para su efectivo cumplimiento (evitando el sobredimensionamiento de la oferta y su efecto perverso sobre la sostenibilidad), que busque la desconcentración geográfica y temporal de los flujos turísticos (asignando medios e infraestructuras a tal fin), y que incorpore más allá del discurso criterios de sostenibilidad (no sólo económica y ambiental, sino también social). Nadie dice que esto sea fácil, pero es un camino que debe empezar a recorrerse cuanto antes y que requerirá determinación por parte de los gobernantes, aparte de capacidad de gestión para afrontar una complejidad creciente.
-Haber agudizado
la confrontación de intereses. Del mismo modo que no se recomienda mezclar el
vino con el agua, cuando se mezclan el derecho de la población local a
preservar su cultura autóctona, su hábitat y hábitos, su modo de vida (que
incluye el derecho al descanso, entre otras razones porque han de trabajar)…con
el derecho del turista al ocio, a la fiesta, a unos ritmos horarios diferentes,
el conflicto está servido. Esto es, sobre todo, una cuestión de planificación
urbanística, lo cual no significa que unos y otros no puedan coexistir ni
compartir determinados servicios. Los derechos de unos no tienen por qué
superponerse a los de los otros: es cuestión de planificar y regular
adecuadamente los espacios ciudadanos, incluidos los de ocio.
-La falta de
urbanidad. Lamentablemente los comportamientos educados, respetuosos con los
demás y con el entorno, escasean, y aún más en un contexto masificado. Parece
que esto ha dejado de inculcarse en la medida necesaria: es un problema general
de la sociedad actual. El turismo es también educación: requiere educación para
apreciar el valor de aquello que se contempla, sea un bien de interés cultural
con siglos de antigüedad o un patrimonio natural de extraordinario valor
ecológico. Educación para conocer y respetar la cultura local: la condición de
turista, aunque gaste mucho, no confiere patente de corso para hacer cualquier
cosa. Quien quiera mezclarse con la comunidad que le acoge (por aquello de la
autenticidad de las experiencias) debe respetar sus pautas y ritmos de vida:
esta es una regla elemental de urbanidad que, con demasiada frecuencia, parece
haberse olvidado, en una “suerte” de egocentrismo exacerbado.
¿Y cuáles son las
soluciones?
Resumiría
diciendo que la solución está en la combinación de:
-Intensificar las
capacidades de gestión para regular el sistema: la entrada de turistas (con
identificación de capacidades de carga), la oferta de alojamiento (incluida,
por supuesto, la de los apartamentos turísticos, que de forma tan acusada ha
crecido al calor de las plataformas tecnológicas referidas más arriba), los
flujos de turistas en los destinos (buscando su desconcentración)…Las
tecnologías, con todo lo que se ha dado en llamar destinos turísticos
inteligentes, nos pueden ayudar bastante.
-La educación
para el turismo. Un país volcado en la industria turística tiene que ser un
país con una sólida educación para el turismo, desde la escuela y en un sentido
amplio, cuyos ciudadanos valoren y hagan valorar los recursos de todo tipo
(patrimonio cultural, natural…) en los que se sustenta; y donde lo que se vende es precisamente esto:
el valor y el disfrute respetuoso de esos recursos, no el libertinaje, lo que
también ayuda a segmentar el mercado y a atraer turistas de un determinado
perfil.
-Pero también
diría que hemos de cambiar el concepto: más que de gestionar el turismo, se
trata de gestionar núcleos de población en los que coexisten residentes
permanentes (la llamada comunidad local) con residentes temporales (los
turistas), a quienes hay que prestar servicios (en alguna medida distintos) y
quienes han de contribuir equitativamente (intuyo que las tasas turísticas
acabarán generalizándose) al sostenimiento de los mismos, a la par que respetar
las normas del lugar. Esta gestión se verá condicionada por el hecho de que la
proporción de unos y otros puede variar significativamente a lo largo del año
(la estacionalidad, por más que se combata, seguirá existiendo). En todo caso,
la sensación de saturación no es buena para nadie (tampoco para la experiencia
que se le ofrece al visitante).
Por tanto, y a
modo de corolario, la fobia no es contra el turismo, sino, básicamente, contra
la masificación invasiva y sus consecuencias, cuando ésta genera externalidades
negativas inaceptables (la gente está diciendo ya en muchos destinos que lo
son, habiendo pasado a la fase de antagonismo conforme al clásico modelo
Irridex de Doxey). El turismo es una actividad económica cada vez más compleja,
con fuertes implicaciones ambientales y sociales, que requiere de capacidades organizativas
y de gestión reforzadas, que incluyen recursos tecnológicos y humanos altamente
cualificados. Esta es, hoy, otra de sus caras.
BOLETÍN HOSTELTUR 28-08-2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario