Los periodos de transición son los más proclives a los ejercicios prospectivos, tratando de anticipar hacia dónde vamos. El sector turismo está atravesando uno de ellos a raíz de la pandemia, sin una perspectiva suficientemente larga aún para calibrar sus implicaciones más profundas, por ejemplo, en el comportamiento del turista. No obstante, sí que se han acelerado tendencias que ya estaban ahí antes de la COVID-19, como la digitalización, de la mano de la nueva revolución tecnológica, y el énfasis en la sostenibilidad, de la mano del cambio climático, la economía circular y los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas.
Centrándonos en la sostenibilidad, y sin dejar de subrayar que los ecosistemas tecnológicos son imprescindibles para su mejora, debemos ser conscientes que hacer sostenible aquello (un destino, un resort…) que no fue diseñado con tal intención no es ni fácil, ni rápido, ni barato, sobre todo porque, sin perjuicio de la existencia de espacio para la mejora a corto plazo, debe cambiar su relación con el entorno, más que adherirse a sellos/etiquetas/certificaciones que han proliferado como un negocio floreciente al calor de las presiones institucionales para ser y parecer sostenibles.
Para empezar, cuando una palabra se utiliza recurrentemente (¿quién no desea mostrarse como sostenible y dice serlo?), su significado tiende a diluirse (por ejemplo, la expresión turismo sostenible empieza a ser reemplazada por la de turismo regenerativo). En todo caso, no todas sus dimensiones suelen ser abordadas con igual énfasis: probablemente, y dando por sentado que la sostenibilidad económica es la base de cualquier otra, la que se suele asociar de forma más inmediata es la ambiental, dejando la social en un segundo plano.
Este artículo podría haberse titulado con alguna referencia a los eslabones perdidos para que haya una auténtica sostenibilidad social, que a su vez ayude a las otras dos. Diría que el principal se encuentra en la gobernanza turística, que ha de evolucionar.
No eran pocos los casos que antes de la pandemia saltaron a los medios de comunicación de masas, y que vuelven a reiterarse e incluso a multiplicarse en lo que ya podríamos considerar la postpandemia. La turismofobia vuelve a estar presente, aunque en realidad esa actitud negativa no es contra el turismo, sino contra determinados modelos de desarrollo turístico, producto de una determinada gobernanza en la que es crítico observar quiénes toman las decisiones y cómo.
Más allá de un fenómeno puntual, el problema de un turismo desbordado (recuérdese el reciente caso de una cala en la isla de Mallorca en la que había que hacer tres horas de cola para llegar a la playa) ha sido y está siendo afrontado con medidas de diverso tipo, sean herramientas fiscales como la ecotasa, la limitación del número de personas autorizadas a estar al mismo tiempo en un determinado lugar (o incluso a la clausura temporal del mismo), la utilización de la variable precio para modular la demanda, las herramientas tecnológicas que ayudan a reconducir los flujos turísticos y a tratar de dispersar las masas hacia otros lugares o atractivos no masificados (asumiendo que los afectados lo desean), la de sancionar determinados comportamientos, la de limitar las opciones de alojamiento, etc. El caso de la isla de Cerdeña y sus playas es quizás menos conocido que otros, pero muy ilustrativo.
La actitud inicialmente positiva de la población residente (con su heterogeneidad) ante el desarrollo del turismo puede cambiar de signo si la percepción de los impactos negativos llega a superar la de los efectos positivos (según un determinado modelo) en sus vidas. Esto ocurre cuando el nivel de tolerancia de la comunidad local se ve sobrepasado y el turismo deja de aportar un balance positivo a la calidad de vida de la comunidad de acogida. El problema se genera, pues, cuando quienes allí residen de manera permanente empiezan a sentir que la fricción con los turistas perturba y perjudica en exceso sus vidas, percibiendo incompatibilidad entre sí: la imposibilidad de mezclar agua y aceite. Cuando nadie les pregunta, les escucha, les tiene en cuenta y se toman decisiones que afectan significativamente a sus vidas, no es de extrañar que la ciudadanía se vuelva contra el turismo, cuando en realidad, debe insistirse en ello, el problema no es el turismo, sino la gestión que se hace del mismo.
He aquí, en el papel de dichas comunidades, donde encontramos el anunciado eslabón perdido de la gobernanza turística, máxime en sociedades democráticas maduras y sanas. Más que de gobernanza, hoy se habla de co-gobernanza, es decir, de la colaboración público-privada, que es sinónimo de una gobernanza a dos bandas, que, aun siendo necesaria, no es suficiente, porque no son los únicos actores concernidos. Una alianza con la ciudadanía, en sentido amplio, se antoja imprescindible para que su bienestar, que ahora empieza a resituarse entre las prioridades de la recuperación, sea posible y puedan evitarse o revertirse los brotes de desafección hacia la actividad turística que están volviendo a generarse.
Y su necesidad es la que parece que no se está queriendo ver o abordar. El turismo no debería construirse por parte de los representantes políticos y empresariales para la gente del lugar, sino con ellos: para versus con, esa es la gran diferencia.
Cierto es que identificar a los interlocutores de los grupos de interés del territorio y articular mecanismos permanentes de participación, no sólo con voz sino incluso con voto en la toma de ciertas decisiones, entraña una complejidad añadida, pero es la mejor manera de apostar por la turismofilia, es decir, de atajar la desconfianza y el desapego. Debería transitarse hacia una gobernanza más inclusiva e integradora, con un enfoque público, privado y comunitario (como señala la Organización Mundial del Turismo), cuyo estudio, especialmente en lo que se refiere a su aplicación, es un campo casi inexplorado.
Sin una adecuada gobernanza turística, es decir, sin un mecanismo multipolar (no sólo bipolar) para la toma de decisiones, el cambio de modelo que por doquier se pregona no será lo suficientemente efectivo: la llamada “nueva” normalidad básicamente seguirá siendo, con algunos retoques (aunque no sean despreciables), la “vieja”, de forma que el giro supuestamente pretendido será incompleto.
Más que el “qué” hacer, lo que más marcará la diferencia será el “cómo” hacerlo, para comprender (y probablemente cambiar) la dinámica de poder en la industria; un nuevo modelo de gobernanza y liderazgo compartido conlleva necesariamente una redistribución del poder dentro del sistema, lo que requerirá un esfuerzo extra para romper inercias y vencer resistencias.
En suma, no se trata de gestionar un destino, sino de gestionar una comunidad, con residentes permanentes y turistas o residentes temporales. El bienestar de ambos debe colocarse en el centro de nuestra arquitectura de gobernanza, y ello exige planificación a largo plazo (urbanística, de los medios de transporte, etc, por ejemplo, evitando las actividades de ocio particularmente molestas en zonas residenciales y previendo localizaciones alternativas para las mismas). Aunque suele haber mucha miopía cortoplacista en las decisiones políticas, marcadas por los horizontes electorales, y en las empresariales, en especial aquellas orientadas a la especulación y al retorno inmediato, la falta de apoyo de la población residente terminará siendo como un boomerang.
En nuestro camino hacia la sostenibilidad, la gobernanza del turismo ha de ser capaz de tejer una amplia alianza con la sociedad: es fundamental para evitar la turismofobia y promover la turismofilia. ¿Conocemos el tipo de desarrollo turístico deseado/tolerado por las comunidades anfitrionas? ¿Las voces de la población local son escuchadas y tenidas en cuenta en los procesos de toma de decisiones, buscando su bienestar y aceptación? Las comunidades locales tienen que jugar un papel mucho más decisivo en las democracias consolidadas. Una sociedad volcada hacia el turismo tiene que estar informada y educada para el turismo, así como comprometida con su desarrollo y co-creación.
Las organizaciones empresariales del sector, como la Mesa del Turismo o Exceltur, en los documentos emitidos con sus propuestas para la siguiente legislatura en España, no hablan de esto: se sienten cómodos en la bipolaridad referida, más aún si se extiende. ¿Los partidos políticos? Pues depende: hay de todo, como en botica, aunque no parece que esto esté en la agenda de la mayoría de los dirigentes electos, instalados en el más de lo mismo cuando no incluso en la involución. Si es así seguiremos sin entender que el turismo es cosa de todos, es decir, con el problema enquistado.
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