En otras ocasiones me he referido a la necesidad de avanzar hacia un modelo de gobernanza turística que haga co-participes de la misma no sólo a Administraciones públicas y a organizaciones empresariales, sino también a las comunidades locales receptoras de los flujos turísticos. La coordinación entre las diferentes Administraciones públicas con incidencia en la actividad turística, así como la cooperación entre éstas y las organizaciones empresariales son, ciertamente, fundamentales para la generación de sinergias positivas. Sin embargo, no son los únicos agentes concernidos, de ahí que la llamada co-gobernanza deba incluir, para ser más eficaz y alcanzar los necesarios equilibrios entre intereses que pueden divergir, otros integrantes de este vasto sistema, singularmente las comunidades locales, es decir, los residentes en los destinos, a pesar de que, en la práctica, la identificación de las organizaciones que legítimamente les representan pueda añadir dificultades.
Podríamos extender este
discurso apoyándonos en el llamado modelo de la quíntuple hélice (Carayannis,
Thorsten & Campbell, 2012), que tiene su antecedente en la triple hélice de
Etzkowitz & Leydesdorff (1995) -que ya abogaban por el alineamiento entre
gobiernos, empresas y universidades para la creación de riqueza a través de la
generación de conocimiento y la innovación- y en la cuádruple hélice propuesta
por Carayannis & Campbell 2009)., que integra a la comunidad y su cultura (organizaciones
de la sociedad civil y personas individuales). En suma, se llama quíntuple
hélice a la interacción de cinco ejes o aspas: la universidad (hélice
educativa), la empresa (hélice económica), la administración pública (hélice
política), la comunidad (hélice social) y (he aquí la quinta) el medio ambiente
(o hélice medioambiental, imprescindible para la promoción del desarrollo
sostenible en la sociedad).
En este contexto, me
limitaré en este post a argumentar la importancia de la comunidad local para la
co-gobernanza de un destino turístico y a su trascendencia para hacer posible
un desarrollo sano de esta actividad económica, con implicaciones sociales y ambientales
que no pueden ser eludidas.
¿Por qué se produjeron, ya
antes de la pandemia, determinadas reacciones adversas que dieron lugar al fenómeno
conocido como turismofobia, que una vez los viajes han recuperado su pulso
normal (o casi) y la máquina del crecimiento se ha reactivado ha vuelto a
colocar este problema en el foco mediático y de los gestores de los destinos
que lo sufren como contrapunto a su éxito cuantitativo? Podríamos referirnos a
tecnicismos como la capacidad de carga y su desbordamiento en determinados
núcleos (urbanos, rurales, de playa o del tipo que sea), la gentrificación de
centros históricos, etc., pero, dicho con palabras más llanas, el problema se
genera cuando quienes allí residen de manera permanente empiezan a sentir que
la fricción con los turistas perturba y perjudica en exceso sus vidas,
comenzando a percibir incompatibilidad con ellos y que los efectos negativos
superan a los positivos (lo que se conoce como el intercambio social). Y cuando
nadie les pregunta, les escucha, les tiene en cuenta, cuando se toman
decisiones que afectan severamente a sus vidas sin contar con ellos, la gente
empieza a manifestarse contra el turismo, cuando en realidad el problema no es
el turismo (no olvidemos que, generalizando, a todos nos gusta ejercer, y
ejercemos, de turistas de vez en cuando, sin querer renunciar a ello), sino la gestión que se hace del
mismo, la gobernanza turística.
La primera derivada es,
pues, clara: las comunidades de acogida tienen que incorporarse a esa referida
co-gobernanza, con voz, es decir, a través de cauces estables de participación
ciudadana, y también con voto en aquellos asuntos más trascendentes desde el
punto de vista del impacto potencial en sus vidas (por ejemplo, la regulación
de las viviendas y apartamentos con fines turísticos, un botón de muestra de la
necesidad de evitar el intento imposible de mezclar agua y aceite). ¿Sería
aceptable lo contrario en una democracia madura?
En segundo término, el
turismo no se entiende hoy en día si no es desde su faceta experiencial. Más
que hablar de productos, se habla de experiencias, que hemos de intentar que sean
memorables para que sean compartidas y el turista se convierta en nuestro mejor
altavoz y prescriptor, promocionándonos gratis. A su vez, un determinante clave
de ese carácter memorable es la autenticidad de la experiencia, y esa
autenticidad depende mucho (sin perjuicio de otras dimensiones de la misma) de
la interacción con la población local: su dimensión social es clave. Por eso
también lo es que esas personas sean, se sientan, co-participes del desarrollo
turístico de su comunidad, conforme a un modelo que ellos también contribuyeron
a co-decidir y están contribuyendo a co-crear. Un destino es un territorio
donde vive gente, que produce (productos alimentarios, artesanales o de otro
tipo que le confieren una singularidad), con un patrimonio (material e
inmaterial) que muestra su identidad y su cultura, que es visitado (y que
necesita, por ello, de la definición de un modelo turístico que exprese la
aspiración colectiva de dicha comunidad) y que, finalmente, es gobernado. Es en
este último elemento en el que se pretende incidir, sabiendo que:
*un destino es hoy en día,
sobre todo, el sumatorio del conjunto de experiencias que se ofrecen al
visitante;
*la autenticidad de las
mismas es la que, en buena medida, las diferencia y hace posible que pueda
competir en valor más que en precio;
*para conseguirlo la
interacción con la comunidad de acogida es básica.
¿Cómo no incluirla,
entonces, en los mecanismos de gobernanza del destino? El turismo no se hace
sólo entre representantes políticos y representantes empresariales para la
gente, sino con la gente: para versus con, ahí está la gran diferencia. Aún se
encuentra uno con representantes de estas organizaciones que, con conceptos
trasnochados, ante planteamientos de este tipo espetan para contrariarlos
expresiones como: “¿y la gente qué sabe de turismo?; quienes saben son los empresarios,
y punto”. Este tipo de mentalidad, que aún existe a este nivel, sigue siendo un
factor limitante.
En tercer lugar, ahora
que tanto se habla de los destinos turísticos inteligentes, ligados a las
nuevas tecnologías y su capacidad para generar datos que facilitan una comprensión
más cabal de nuestros problemas y una toma de decisiones que permita alcanzar
mayores cotas de eficacia y eficiencia, no deberíamos olvidar la importancia
del recurso conocimiento en otro sentido: el conocimiento, a menudo tácito, que
atesoran las comunidades locales, frecuentemente las personas de más edad, con
el consiguiente riesgo de que ese conocimiento acerca de oficios, costumbres,
tradiciones…termine perdiéndose. Si esto ocurre, se estaría renunciando a parte
de la idiosincrasia, de la singularidad, de la autenticidad del territorio
objeto de la visita turística; se estaría dejando escapar un recurso valioso
con el que apuntalar esas experiencias memorables a las que nos venimos
refiriendo. No evitar esta pérdida sería muestra de una falta de inteligencia imperdonable,
y para evitarlo las comunidades locales tienen que estar presentes en la
gobernanza del destino.
En cuarto lugar, aparte
de ese caudal de conocimiento (que si es tácito debe hacerse explícito para que
pueda ser compartido y aplicado) y también de ideas, de iniciativas, de
creatividad que está en esas comunidades, que en modo alguno debe despreciarse,
no olvidemos, y la pandemia nos lo ha mostrado con meridiana claridad, que los
residentes también pueden ser turistas y/o excursionistas en sus propios
territorios. El trauma de la COVID-19 ha dejado patente cómo el sector
turístico (hotelería, restauración) han ayudado a la población a sobrellevar la
enfermedad y sus consecuencias, pero también es cierto que esa población ha
hecho posible que muchas de estas empresas pudieran seguir operando y lograran
sobrevivir: eran sus clientes, a veces los únicos. Incluso han redescubierto
sus propias ciudades y territorios más cercanos, volviendo su mirada e interés
hacia ellos aún después de ese periodo crítico. No deberíamos descuidar ese
mercado, fruto de lo aprendido.
En suma, no se trata de
gestionar un destino, sino de gestionar una comunidad, con residentes
permanentes y turistas o residentes temporales. El bienestar de ambos debe
colocarse en el centro de nuestra arquitectura estratégica y gobernanza. A
estas alturas del siglo XXI, cualquier modelo de desarrollo turístico que se
construya a la antigua usanza, o sea, de espaldas al bienestar de las
comunidades de acogida terminará fracasando. Los números (el crecimiento del
número de turistas y pernoctaciones y otros indicadores cuantitativos al uso)
pueden mostrar lo contrario a corto plazo, y suele haber mucho de miopía
cortoplacista en las decisiones políticas marcadas por los horizontes
electorales y en las empresariales más orientadas a la especulación, pero la
falta de apoyo de la población residente terminará siendo como un boomerang que
se nos volverá en contra y pondrá en riesgo la estabilidad que proporciona la turismofilia,
tanto más cuanto más dependientes seamos de la industria turística. Una sociedad volcada en el turismo tiene que ser una sociedad educada para el turismo: una ayuda, una indicación, un comentario, una sonrisa amable de alguien del lugar pueden marcar la diferencia. No demos todo esto por sentado.
Referencias
Carayannis, E.G.; Barth, T.D.; Campbell,
D.F.J. The Quintuple Helix innovation model: global warming as a challenge and
driver for innovation. Journal of
Innovation and Entrepreneurship, Vol. 1, No. 2, pp. 1-12, 2012.
Carayannis, E.G.; Campbell, D.F.J. ‘Mode 3’
and ‘Quadruple Helix’: toward a 21st century fractal innovation ecosystem. International Journal of Technology
Management, Vol. 46, No. 3/4, pp. 201-234, 2009.
Etzkowitz, H.; Leydesdorff, L. The Triple
Helix -- University-Industry-Government Relations: A Laboratory for Knowledge
Based Economic Development. EASST Review,
Vol. 14, No. 1, pp. 14-19, 1995.
(Post nº 432 en este blog)
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