Uno
de los aspectos más importantes de las crisis es el aprendizaje. Es su lado
positivo, pues nos permitirá estar más preparados para la siguiente si, fruto
de ese aprendizaje, se adoptan las medidas adecuadas, sobre todo preventivas,
para abordar una situación de emergencia. No sabemos cuándo ni en qué forma
(epidemia/pandemia, terrorismo, incendios, terremotos…), pero sí que antes o
después llegará, con sus consecuencias sobre la economía en general y el
turismo en particular.
El
covid-19 ha dado lugar a la madre de todas las crisis, por su alcance
(prácticamente global), su intensidad (el peaje en vidas humanas y económico) y
su extensión (duración en el tiempo). Los antecedentes de pandemias en el mundo
no son parangonables. Por tanto, debería ser una fuente de aprendizaje extraordinaria
para un país como España, no habituado (como muchos otros del mundo más
desarrollado) a este tipo de crisis sanitarias, que se ha vanagloriado, con
razón, de ser la economía más competitiva del mundo en cuanto a turismo y el segundo
país más visitado del planeta.
Ahora
nos encontramos en la fase reactiva, tratando de minimizar los daños de esta
crisis, sanitaria en origen pero con una derivada económica cuya dimensión aún
no conseguimos valorar con claridad. No obstante, también debe verse como una
oportunidad que, manejada inteligentemente, debería dar pie a una reflexión
constructiva y serena, más allá de las urgencias que estas catástrofes
provocan, que permita extraer lecciones para mejorar, sobre todo, la acción
preventiva; que permita corregir errores y mejorar los protocolos de actuación,
a la par que reafirmar aquellos que funcionaron bien; que posibilite la puesta
en marcha de un proceso de aprendizaje, con la institucionalización de los
correspondientes mecanismos, que dé pie a elaborar un modelo preventivo de
gestión de las crisis a las que el sector turismo es propenso, sabiendo que
cada caso es único y singular y que, por tanto, no puede separarse de su
contexto.
Una primera lección es que creíamos que, en materia turística, bastaba con
vender sol, playa, paisajes, monumentos históricos, fiestas…y nos encontramos
ahora con que también, y fundamentalmente, hay que vender confianza, ligada a la seguridad y la
salud, con la particularidad que ha de ser doble: confianza en los mercados de destino y en los de origen. Quienes aún piensen que, no más
allá de algunos cambios de carácter operativo y transitorio, el turismo volverá
a ser como era antes, no habrán aprendido nada.
Catástrofes como
ésta reabren la cuestión, siempre latente, de la gestión de las crisis en el
turismo, entendiendo por tal cualquier acontecimiento con capacidad para
amenazar el funcionamiento normal de las empresas relacionadas con esta
actividad y dañar la reputación general de un destino, al afectar negativamente
la percepción de sus visitantes, a la vez que provoca una quiebra en la
economía al interrumpir la continuidad de las operaciones comerciales de la
industria de viajes y turismo por la reducción (llevada al extremo en el caso
que nos ocupa) de las llegadas y gastos turísticos.
Debido a su alta
interacción con todos los aspectos de la sociedad, los destinos turísticos son
muy vulnerables a las crisis y se ven afectados por todas las posibles
perturbaciones de la normalidad, ya se trate de inestabilidad política, catástrofes
naturales, recesiones de la economía, problemas de salud pública, etc., que
pueden conducir el sistema turístico hacia un estado caótico, por la
incapacidad de hacer frente a cambios que pueden ser repentinos y, por estar sujetos
a limitaciones de tiempo, control limitado y alta incertidumbre, extremadamente
complejos.
Por tanto, aunque
el turismo ha demostrado ser una actividad con alto grado de resiliencia,
recuperándose en relativamente poco tiempo de los impactos negativos de acontecimientos
catastróficos y convirtiéndose en elemento tractor o locomotora de la
recuperación económica general, no es menos cierto que los gestores de empresas
y destinos turísticos no deberían subestimar sus efectos (*). De hecho, esta sería otra
lección a aprender: la gestión de crisis y desastres debería considerarse
una competencia básica en ambos perfiles, que no es posible improvisar so pena
de incrementar los daños como consecuencia de una mala gestión de este tipo de
situaciones, tan excepcionales como amenazadoras.
Con responsables
públicos y privados con esta sensibilidad y competencia, la aplicación de metodologías proactivas a la gestión de situaciones de crisis en un destino
turístico debería ser el siguiente paso: la siguiente lección que debe ser
aprendida. Anticipar, en la medida
de lo posible, es fundamental para minimizar el peaje humano y económico a
pagar. Para ello es preciso: identificar los potenciales factores de riesgo, con
sus correspondientes escenarios en cuanto a impacto potencial; individualizar los
correspondientes indicadores o señales de alarma para el factor de riesgo de
que se trate, monitorizándolos muy de cerca; y preparar la respuesta, que ha de
ser planificada e incorporar los mecanismos de coordinación y control que hagan
posible una reacción eficaz. Los destinos turísticos deben dotarse de planes de
contingencia integrales (no sólo de promoción) para hacer frente a eventuales
situaciones catastróficas.
Hay muchas ideas
o teorías acerca de cómo manejar una situación de crisis, pero todas ellas,
pese a sus diferencias, tienen algunos elementos en común, como la necesidad de
anticiparlas y prepararse para ellas, reaccionando lo más rápidamente posible. Ante
una catástrofe potencial no cabe dejar la suerte del destino a la improvisación
o al albur de la fortuna.
Si antes del
covid-19 pensábamos que en España el riesgo de epidemias era extremadamente bajo,
y que este tipo de problemas estaba localizado en otras partes del globo, ya
habríamos debido aprender que, con la globalización, el riesgo de sufrir este tipo de crisis es
real: también va con nosotros y puede volver a producirse.
Si antes del
covid-19 pensábamos que esta ha sido una crisis sobrevenida que llegó a España sin
avisar y, por tanto, para la que no pudimos prepararnos mejor, ya habríamos
debido aprender que, dentro de la volatilidad, incertidumbre, complejidad y
ambigüedad de la situación, existen señales de alarma, a veces llamadas señales
débiles, que, por ser malinterpretadas o minusvaloradas, impiden la adopción de
medidas con más antelación. Como la ciencia de la complejidad nos enseña,
pequeñas causas pueden generar grandes efectos, lo que quiere decir, transponiendo
esta regla, que unos pocos días de diferencia en la adopción de medidas pueden
suponer una gran diferencia en cuanto a la eficacia de las mismas.
Por poner un
ejemplo de naturaleza económico/empresarial, ligado a los mercados de valores y a su comportamiento
anticipatorio, si el temor al tristemente famoso coronavirus provocó un
desplome en la Bolsa china (la mayor caída en muchos años; ver aquí),
esto debió hacernos pensar que, en un mundo hiper-conectado e interdependiente,
éste era un asunto serio para el que debíamos prepararnos. De hecho, inmediatamente
después empezamos a ver cómo operadores turísticos desaconsejaban viajar a
zonas afectadas, empresas multinacionales anunciaban su retirada de eventos de
gran importancia comercial, el comportamiento de los negocios chinos en dichas zonas, etc.
Cierto es que el
análisis a posteriori es mucho más fácil que la valoración de la información
(siempre imperfecta) cuando se produce, en un contexto en que los
acontecimientos se suceden con gran rapidez, el margen de maniobra temporal es
escaso y la toma de decisiones está sujeta a múltiples presiones, pero por eso
ahora estamos en el tiempo del aprendizaje.
Esperemos que
hayamos aprendido estas lecciones y la próxima vez estemos mejor preparados, no
ya sólo para reaccionar (con una organización más afinada), sino para
anticiparnos con medidas preventivas. La prevención y la agilidad de respuesta
son fundamentales, y el sector debe dotarse de mecanismos de inteligencia y
organizativos para impulsarlas.
El
posicionamiento como “destino seguro” será cada vez más valorado por los turistas,
sobre todo los internacionales por su mayor vulnerabilidad. Y ello exige tener
identificados los riesgos que con mayor verosimilitud existen (incendios
forestales, terremotos, tsunamis, contaminación del aire, de las aguas de baño,
etc.) y poner a punto planes de contingencia que permitan, si llegara el caso,
reducir al máximo posible los efectos adversos al tener pre-definidos los
planes de actuación y sus correspondientes medidas (ahora, también, ante una
epidemia o pandemia). La gestión de crisis es, por tanto, un problema
estratégico que todos los destinos turísticos deben ocuparse de gestionar adecuadamente
y no deberían subestimar.
¿Habremos aprendido esta lección? Nuestro camino en el escenario post-coronavirus dependerá de ello.
(*) Por ejemplo: EE.UU. tardó 6 años en recuperar el número de llegadas de turistas internacionales del ejercicio precedente al 11-S (2001), y 5 años para recuperar los ingresos por dicho turismo. España necesitó 8 años para recuperar el nivel de precios (ADR) previo a la crisis del 2008 (y 6 para recomponer su RevPAR).
(Post nº 308 de este blog)
P.D.: Puede acceder al post anterior (VI) a través del siguiente enlace:
---
Más información sobre gestión de crisis en el turismo en:
http://rabida.uhu.es/dspace/handle/10272/15137
Especialmente recomendables los trabajos de Rodríguez-Toubes et al.
No hay comentarios:
Publicar un comentario